miércoles, 22 de abril de 2020

Historias de la Cuarentena - La otra cara de la moneda

Hace días, publiqué una nota en el periódico La Marea, que circula en la ciudad de Manta, Ecuador. Había una sección en donde se exponen las experiencias que tienen las personas en este aislamiento por la COVID-19. Entonces decidí hacer lo que me gusta: escribir.

Conversé con uno de los periodistas y accedió a publicar la nota. Me informa que hay un límite de 1500 palabras. Para eso, yo ya la había escrito y tenía el doble de palabras. Me tocó resumir. Pero originalmente, estaba así:

Entramos a casa el 17 de marzo. Mi mayor preocupación era que mi esposa, Erika, había tenido contacto directo con alguien que había dado positivo. En el transcurso de los días ambos tuvimos tos y en mi caso algo de malestar corporal. Siempre he pensado que soy fuerte y siempre me he mostrado seguro, pero esta vez había mucho temor en mí. No me reconocía. Decidí comer y beber las cosas que hacía Erika y que la veía preparase a diario por la forma que lleva ella de alimentarse. Hasta aprendí a hacer un té con jengibre, limón y cúrcuma cuando la ansiedad me consumía o sentía un leve ardor en mi garganta. Así pasamos hasta el 30 de marzo; completamente encerrados.

Hasta que llegó el momento de ir de compras. El simple hecho de salir me aterraba, pero era yo quien debía hacerlo. Erika siempre se ha encargado de las compras. Yo no sé diferenciar el queso mozzarella del parmesano, pero ahí estaba yo, camino al Supermaxi a sacrificarme por la manada. Comenzó el trajín. No traje el queso mozzarella correcto, ni el Olimpia era del color que ella quería. La carne molida tenía grasa y en las indicaciones decía que no debía contener porcentaje alguno. Traje un paquete completo de Stevia y no los sobres solicitados. La Chía la conseguí en un combo con otros productos y el spaghetti no era el adecuado para la carbonara que 'la chorrona' pensaba hacer.

Después de unos días fui a ver a mis papás. Eso sí, desde la puerta de su casa y sin contacto físico alguno. Inventé la excusa de llevar unas fundas de jengibre a mamá, y en mi caso, recoger la máquina de cortar cabello de mis hermanos para intentar raparme la cabeza en un acto desesperado por hacer alguna actividad.

Mi trabajo es estar en las empresas tratando de solucionar problemas informáticos. Hoy no tengo problemas informáticos ni empresas abiertas. El problema es con los bancos ahora; y eso lo solucionaré algún día. Y sinceramente, no me importa comenzar de cero, mientras mi familia y todos nosotros estemos bien.

Veía, día a día, el reporte de infectados que emite el Gobierno. A estas alturas esas cifras son una vil mentira. Hace semanas me faltaba tiempo para ver mis series favoritas. Ahora veo un par de capítulos y me es suficiente. He arreglado mi oficina y ya se ve decente. Junto a mi esposa he aprendido a hacer cosas en la casa, ya que decidimos no exponer a nuestra empleada (una muy buena persona) a venir en toda esta tempestad. No lo hago feliz, pero tampoco puedo dejar de hacerlo. Hoy no siento la tos, ni ningún síntoma alguno. Igual mantenemos el aislamiento hasta que sea necesario.

Mi esposa y yo aún tenemos un pan sobre nuestra mesa. En mi familia, todos se encuentra bien de salud en lo que cabe. Mis problemas, tan superficiales y banales, contrastan con mucha gente que prefiere salir para buscar el sustento diario sin importar que un virus mortal ronde por ahí. Gente que ha perdido familiares y se encuentran desconsolados. Familias enteras que sufren por el estado de sus parientes mientras están conectados a tubos para respirar en una UCI. Esa, queridos amigos, esa es la otra cara de la moneda, la verdadera.

Y para ver que pasó con la nota. Quedó así:


Eisser.

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